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Sentidos

  Amigo lector: el texto puede contener frases o expresiones que afecten su sensibilidad.

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El olor. El maldito olor que parece formar una segunda piel a mi alrededor. Es imposible liberarse de él. Los vahos llegan a golpear tan fuerte por momentos, que me provocan náuseas. Ubicarse contra un ventarrón disminuye su violencia de manera transitoria. Pero no siempre ese viento está y nuevamente el olfato y hasta el resto de mi humanidad, de alguna manera, vuelven a soportar los furiosos embates. Lo que me rodea, por momentos, llega a tener visos de irrealidad cuando está presente. Tal es su poder, tan palpable como una cucharada de sal sobre la lengua. 

El hedor se asemeja, en partes, al de un cóctel de pestilencias provocadas por sudor, mierda y orina en descomposición. Es una verdadera condena que debo soportar, producto, quizás, de mi gran debilidad, los seres humanos. Sirven al paladar como verdadera delicatessen. Adoro las sensaciones que provocan la rotura de huesos, el desgarro de la piel y el estallido de las vísceras durante el masticado. Pueden observarse restos de los atracones, entretejidos en la hirsuta y generosa barba que cubre mi rostro. Me entretiene y mucho, también, simplemente atraparlos. 

El humano no ha detectado mi presencia y cuando lo hace, es demasiado tarde. Se encuentra a mi alcance. Aprisiono su cabeza entre mis manos y pese a los pataleos, manotazos y gritos desesperados que vocifera, le asesto un feroz golpe en la zona inguinal con una de mis extremidades. Los gritos dan paso a gemidos y todo el jaleo inicial se reduce. Sujetando ahora el cráneo con una sola mano, lo impacto con gran violencia en la vetusta pared que nos acompaña. Ante la presión, estalla y una mezcla de fluidos y materia orgánica se esparce en todas las direcciones. Debido a la proximidad, una generosa proporción se termina depositando sobre mí. Arrojo el cuerpo, ahora inerte y me sacudo con fuerza. Intento liberarme, al menos, de los desechos más groseros. 

Continúo la marcha, ese silencioso peregrinar sin tiempo ni distancia definidos. El olor, el maldito olor, me acompaña fielmente en el derrotero. 

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El paso de los siglos no ha hecho mella en su anatomía y el vampiro se jacta de ello. Atribuye ese logro en gran medida, a la sabia elección de sus víctimas. Tener buen ojo es importante pero un finísimo olfato cobra superlativa importancia, al momento de seleccionar la fuente de alimento. Esta cualidad le ha permitido esquivar con éxito a los portadores de sangre envenenada. Ciertas enfermedades y sus tratamientos complejos o el consumo de sustancias verdaderamente nocivas, pueden corromper de muy mala manera el preciado sustento.  En una ocasión desafortunada, las probables consecuencias del error cometido, lo terminaron aterrando. Desde entonces, dejó de apresurarse en la captura y se mantuvo firme en asegurar la calidad de lo que iba a consumir. 

Encontró que una forma de garantizar lo anterior, es no exprimir al máximo a la fuente y mantenerla a resguardo, asegurando que reponga el vital manjar. De esta manera, conserva encerrados a un grupo de humanos. Su penosa supervivencia, resguarda la suya. Alguna vez ocurre que el sabor lo engolosina de tal manera, que termina estrujando al involuntario dador y ocasiona su muerte. Existe un mínimo en el rebaño que le garantiza la permanencia y debe restituir al faltante. Es tiempo de salir en su búsqueda. 

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Se trata de un individuo envejecido que poco y nada confía en sus lastimosos ojos. Los grandes dolores que acompañan el caminar, producto de una cadera tan gastada como el resto de la anatomía, lo han llevado a buscar un sitio con bastante resguardo en la muy poco frecuentada terraza y allí permanece echado, la mayor parte del tiempo. Las horas del día se han ido transformando, poco a poco, en una verdadera molestia. A la visión casi inexistente de ojos lechosos han acudido el olfato y la audición en su reemplazo. Esto concluyó con un desarrollo extra para ambos sentidos. Así, los ruidos propios de una gran ciudad en movimiento lo irritan e incluso, pueden tornarse dolorosos. El coro de bocinazos, desatado durante un atasco o embotellamiento, puede alcanzar una magnitud tal, que lo llevan a maullar de manera desesperada mientras permanece. 

La noche, sin dudas, es su predilecta. Los sonidos del movimiento vehicular se desvanecen en gran medida y esto permite que lleguen otros, relacionados con la actividad individual. Son los más interesantes. La propiedad linda con un miserablemente iluminado y poco transitado callejón. Eso no significa que no ocurran cosas. Pasos apresurados, jadeos, gritos e incluso esporádicos disparos, forman parte del abanico sonoro que alcanza las alturas. Sin embargo, los momentos de caza son los que aportan el mayor vértigo. 

El viento se encuentra soplando en la dirección correcta desde hace unos días. El gato lo percibe y espera. Sabe que en algún momento se producirá alguno de los rituales propios de ese momento. La llegada de la pestilencia le indicará el comienzo y los ruidos que se produzcan, lo terminarán delatando. Finalmente, todo indica que en lo bajo acontece la alimentación, debido al prolongado y sonoro triturado que la caracteriza. No ha visto ni verá al agresor pero lo imagina grotesco, de generosas dimensiones, ágil y astuto en lo suyo. Los movimientos previos a la emboscada, son prácticamente imperceptibles a su delicada audición. 

El otro escenario lo protagoniza un ser alado de dimensiones muy por encima de las bullangueras palomas, que llegan y se instalan en el abandonado cobertizo presente. El arribo, pese al tamaño, es muy suave y tal vez, hasta elegante. El gato puede percibir su presencia, aún a distancia y una vez que se asienta, comienza a dar leves pasos que se dirigen hasta el límite de la azotea que conecta con el callejón. Prolongadas inhalaciones acompañan las señales de vida llegan desde la profundidad. Detectada la presa, se lanza sobre ella. Un agudo chillido rápidamente silenciado, succiones, un nuevo batir de alas, ahora con menor cadencia y mayor intensidad y que se pierden gradualmente en la noche, delatan lo provechoso del intento. En una ocasión, mientras transcurría lo último, pudo escucharse el impacto cercano de un objeto. Días más tarde, quién sube hasta allí en su búsqueda habitual de algún pichón como alimento, exclamó con sorpresa. "Pero, ¿Cómo llegó este zapato hasta aquí arriba?" 

Los truenos, casi incesantes, indican la proximidad del aguacero. El telón que le restringe la mirada, no impide al gato distinguir el fulgor de un relámpago. No teme a la lluvia, incluso la agradece. Los sonidos y los aires malolientes parecen barridos con su presencia. 

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