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Parásito

Se señala como tal a quién vive a expensas de un hospedador, sin aportarle nada a cambio. Cuando el último presenta condiciones demasiado favorables para el desarrollo del primero, puede ocurrir su multiplicación desaforada y elevar su carga de manera tal que ambos, al quedarse sin recursos suficientes para la subsistencia, terminan perdiendo la vida. Una verdadera paradoja. Otra singularidad relacionada con estos vividores es que, en ciertos casos, la peligrosidad no radica en ellos sino en lo que transmiten. Piojos, pulgas o garrapatas pueden ser conductores de verdaderas pestes, con potencial de muerte para el afectado. Pero volviendo a lo inicial, ¿podría una parásito, a pesar de tener todas las condiciones a favor para generar una prole desmesurada, terminar adquiriendo una forma de autocontrol que le permita detenerse a tiempo y garantizarse la subsistencia, producto de la sobrevida de quién lo soporta? 

Un mecanismo natural no tan común pero que ayuda a la preservación de los hospedadores, se refiere a la inmunidad natural que se termina desarrollando en aquellos, que, generación tras generación, se exponen a un mismo agresor que no se modifica sustancialmente. Dicha adaptación, transmisible, se perfecciona gradualmente y al final, el organismo logra una resistencia tal, que permite neutralizar el accionar del patógeno. Obviamente, todo esto es opuesto a los intereses del primer interesado. 

Nada de lo anteriormente mencionado ocurre en el caso actual. El parásito lleva la delantera al monitorear el estado del sistema inmune del receptor y de acuerdo a su nivel de respuesta, avanza o retrocede, proliferando en mayor o menor medida. Esto no impide, obviamente, que se produzcan otro tipo de agresiones en la víctima. Se desconoce el caso de parásitos que se terminen negativizando frente a un cuadro de debilidad extrema del explotado, producto del ataque exacerbado de otros agentes y menos, que el vividor se complote con quién combate a la competencia. 

Lo citado sí explica la prolongada subsistencia de un patógeno en un ser vivo que actúa como un reservorio involuntario. Si dicho parásito logra alcanzar a otro hospedador, cercano genéticamente y con un sistema inmune incapaz de controlarlo, la plaga tiene rienda suelta para desarrollarse. Y eso fue, precisamente, lo que ocurrió. 

La enfermedad respiratoria, de comportamiento atípico, se ha transformado en un verdadero azote. Iniciada en poblaciones que comparten territorio con grandes simios, no para de esparcirse. Diagnosticada de manera temprana, es posible revertir el cuadro en contados individuos, empleando antiviriales y medicación de apoyo. En casos de infección avanzada, las posibilidades de detenerla son prácticamente nulas. La necesidad de tener que emplear dosis elevadas y sostenidas de medicamentos provocaría intoxicaciones orgánicas y de ahí, lesiones tan severas, que el deceso llegaría como consecuencia de y no por el accionar del agresor.

Lo no esperable es la incapacidad del afectado de generar anticuerpos específicos y por lo tanto, la memoria inmunológica es inexistente. La reinfección es teóricamente indefinida. También se ha podido comprobar el comportamiento inusual del agente agresor. Pretendiendo explicarlo, algunos trasnochados hablan de virus con conciencia, una verdadera burrada. Éstos parásitos no pasan de ser, estructuralmente, cadenas de ácido nucleico envueltas en proteínas pero es verdad que manifiestan un comportamiento distinto. No poseen raciocinio pero sí mecanismos bioquímicos que le permiten detectar mediadores liberados por el sistema inmune y así, determinar su fortaleza. Un verdadero logro evolutivo pero de ahí, a la capacidad de generar pensamientos… 

Garantizada la preservación en el hospedador original, la llegada de una fortuita y oportuna mutación, totalmente esperable con el paso del tiempo, le ha permitido finalmente al chupasangre, comenzar a interactuar con el mismo mecanismo, en el nuevo territorio alcanzado. 

No queda más remedio, para los sufridos hospedadores, que soportar al parásito y continuar con la existencia. Esto es, en definitiva, lo que pretende el nada simpático holgazán.

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