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Barbería...

¡Olvídenlo, no realizo atenciones domiciliarias, sin importar quién las solicite!, respondí de manera tajante. Seguido, los dos clientes que aguardaban para ser atendidos, se retiraron despavoridos. Quién estaba a punto de recibir el primer recorrido de la navaja, detuvo mi mano, limpió de mala manera la espuma finamente distribuida en su rostro y pagando en forma precipitada la incipiente afeitada, huyó con la mirada puesta en la calle. Ya a solas, rematé con un “Y dudo que puedan lastimarme.”

Un recién integrado al grupo de malhechores, pretendiendo impresionar al resto, se adelantó en mi dirección. Su avance fue detenido de manera abrupta por una palabra del lugarteniente. El debutante volvió a su lugar en silencio y con el rostro enrojecido por la furia. “Además de agallas, tienes razón. Con una mano rota, serías prácticamente un inútil y el jefe aprecia tu servicio”, soltó el mandamás. “Gracias”, manifesté, mientras acomodaba los elementos de trabajo de la barbería. “El que no acepte un trabajo a domicilio no significa que no quiera atenderlo. Si mantiene el interés, me avisan y lo agrego a la agenda.” El lugarteniente sonrió de manera irónica y antes de retirarse con los seguidores, señaló que estarían en contacto. El rookie se acercó y me propinó un buen puntapié en el tobillo derecho. Caminé con dolor durante casi una semana.

Me decidí por esta profesión desde que tengo uso de razón. Siendo muy pequeño, acompañaba a mi padre en su visita mensual a la barbería del barrio y ya en esos primeros tiempos, me deleitaba contemplando los movimientos habilidosos de Don Arturo, el legendario barbero. Crecido, me ofrecí a realizar la limpieza del local, ordenar las toallas, etc., todo a cambio de la enseñanza del oficio. El viejo, amante de lo suyo y sin heredero de ninguna clase a la vista, accedió y de a poco, terminé incorporando las habilidades necesarias. Al comienzo, solo tuve vedado el afilado de navajas y tijeras y la limpieza de los elementos de peluquería más sofisticados. Con el tiempo, el local pasó a contar con dos maestros y al final, resulté ser el beneficiario absoluto. Hoy, décadas más tarde, sigo haciendo lo que siempre quise pero eso sí, sin dejar de ayornarme a los nuevos tiempos. 

El jefe siguió asistiendo, como siempre, al cierre del local. Secuaces esperando en el vehículo, en la vereda y dentro, delataban su presencia. No hacía falta aclarar nada, todo transcurría en el más completo silencio, interrumpido solo por los tijeretazos y el sonido de la navaja, abriéndose paso en el rostro enjabonado. Realizar determinados recortes, buscando balancear la cada vez más despareja cabellera y una minuciosa afeitada, componían el repetido ritual. Terminado, contemplaba unos momentos la obra, asentía levemente y se retiraba con un “Gracias. Nos vemos la próxima.” No hubo necesidad de hablar del pago. Aunque la tarifa de cada servicio figuraba en distintos lugares y bien a la vista de todos, el depósito de una suma de dinero bastante más abultada, constituía el cierre habitual de la transacción.

Su asidua concurrencia comenzó hace un tiempo atrás, cuando ingresó por primera vez, en medio de una atestada jornada . El espacio quedó vacío en momentos. Tenía referencias del nuevo cliente producto de la información que circulaba en el boca en boca y de la sección policiales del noticiero televiso local. Explicó con voz pausada lo que pretendía y se ubicó sin más, en el sillón de trabajo. Momentos después cerró sus ojos y parecía dormitar. Realicé mi labor con cierto nerviosismo, no voy a negarlo, pero fue evidente que quedó conforme pues desde entonces, no deja de aparecer. Otros clientes comentaron en su momento, que había visitado a otros colegas antes, pero que no terminaba satisfecho con los resultados obtenidos. El no volver y algún que otro golpe de parte de los acompañantes, permitían avalar esa conclusión.

El exabrupto del inicio fue producto de la reticencia cada vez mayor del jefe, a la exposición social. Una joven pandilla, venida a más gracias al respaldo de poderosos jerarcas rivales, le había declarado la guerra, producto de los lucrativos territorios que constituían sus dominios. El paso del tiempo no hizo más que incrementar la tensión hasta que se produjo el ataque. Fue durante una visita rutinaria a la barbería, al momento de dar inicio a la rasurada. Un primer vehículo hizo una pasada a marcha lenta frente al negocio y vomitando plomo a más no poder; acto seguido, un segundo detuvo su marcha y varios malvivientes descendieron, buscando concluir la faena. La ejecución sin contemplaciones de los sicarios heridos, ubicados en las afueras, era un preludio del final que esperaba al jefe y al resto de los vivientes. La sensación de impunidad, tal vez,  y el considerarse capaces de lograr con éxito lo propuesto, llevó a los agresores a moverse con su cara descubierta. En medio del infierno desatado, pude reconocer a uno de ellos, identificado como el asesino del Rana.

En un tiempo pasado, participé de un programa de reinserción social de jóvenes detenidos con libertad reciente pero terminé desistiendo, producto de una muy amarga experiencia. Esteban, más conocido como el Rana, por su andar ágil y casi a los saltitos, estaba haciendo las cosas bien o al menos, eso aparentaba. Había tenido una niñez muy turbulenta y rápidamente fue captado por las pandillas. Al salir de su adolescencia, ya tenía una muerte en el haber y como consecuencia de una redada policial en el sitio de reunión del grupo, donde se hallaron armas y drogas, pasó un buen tiempo entre rejas. Como presidiario, comenzó a enmendarse mediante estudios y buen comportamiento. Al final, consiguió una salida anticipada, previa incorporación a un plan oficial de reingreso a la vida en sociedad, que incluía pasantías en diferentes oficios. Así es cómo llegó a mi barbería, buscando probar suerte. Pero el mal tiene buena memoria y fue un pariente de la antigua víctima, quién esperándolo a la salida de su hogar una mañana, lo ejecutó con un par de disparos. El dolor y enojo que me provocó el suceso, producto del cariño que le había tomado a Esteban, hizo que decidiera suspender mi participación en la iniciativa y nunca más confirmé mis intenciones de querer volver a la misma.

A momentos de producirse el ingreso al local de los agresores, un sicario del jefe pudo enviar un mensaje de auxilio. Mientras tanto, este último, alertado por los gritos y disparos que provenían del exterior y a pesar de su contextura paquidérmica, se movió con una agilidad felina y pistola en mano, aguardó por el ingreso de los desgraciados. Con navaja y tijera distribuidas en sendas manos, me arrojé contra una pared, buscando protección. Un nutrido fuego cruzado caracterizó la refriega. Alcancé el cuello del bastardo que matara a Esteban, con un puntazo de tijera. Su respuesta, mientras se derrumbaba tomándose el sangrante costado, fue un disparo en mi pie izquierdo. A la par, el jefe, con dos nuevos orificios en su anatomía, concluía con el segundo cargador de la recalentada arma de fuego. Múltiples navajazos posteriores impidieron que recibiera nuevas lesiones.

Variadas sirenas comenzaron a escucharse en la distancia. El olor de la pólvora y la sangre tornaron al ambiente prácticamente vomitivo. La adrenalina, en su máximo nivel, impedía al raciocinio tomar el control de las acciones. En el suelo y sobre el mobiliario, los cuerpos de individuos de ambos bandos, yacían inertes o dando escasos y desarticulados movimientos. Un nuevo vehículo se detuvo frente al local y rápidamente, el jefe, fue retirado de la escena.

Meses después del suceso y con un pie que por momentos, duele como si lo pisara un rinoceronte, me dispongo a iniciar el repetitivo corte del cabello al taciturno jefe. A un costado, Alberto, también conocido como el Pequeño producto de la parodia a sus gigantescas dimensiones, observa en silencio mis movimientos. Desde que fue liberado, hace unos quince días, concurre durante media jornada en calidad de aprendiz. Por cierto, la reconstrucción y posterior reapertura de la barbería, solo fue posible gracias a una importante contribución anónima ( y no tanto) de dinero.

Nuevos clientes, movidos más por la curiosidad y el morbo que por mis dotes, no paran de acercarse. Soy consciente de la transitoriedad de la mayoría. 

Nada de todo lo vivido ha menguado en un ápice, mi regocijo al escuchar el sonido metálico de las tijeras, al realizar el  movimiento rápido y circular de la brocha y al deslizar con suavidad y precisión, la afilada navaja.


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