El ancla
Estoy realizando la visita que quería llevar a cabo desde hace un tiempo y es recorrer el sector más alejado del cada vez más extendido puerto de la ciudad. Su crecimiento acelerado obedece al constante incremento del turismo y el comercio. Construcciones que buscan satisfacer ambas necesidades emergen por doquier y el reciclado de las viejas se encuentra postergado. La oferta de espacio disponible para tal fin parece no agotarse y eso, obviamente, no colabora con lo último. Me encuentro caminando de manera decida, buscando alcanzar el objetivo propuesto de tocar el gran paredón que marca el final del camino. A estas alturas, cruzarme con otros viandantes es muy ocasional.
Estudio periodismo y busco ahorrar el máximo dinero que pueda, producto de las pasantías, para destinarlo a realizar uno de mis hobbies predilectos, esto es, excursiones citadinas. La mole de cemento y cristal en la que me encuentro sumergido, parece no tener tapujos al momento de ofrecer posibilidades. El puerto, sin dudarlo, es uno de mis destinos favoritos. Lo visito con asiduidad y casi no me quedan huecos por conocer. El final de los estudios está próximo y me inclino por el periodismo de investigación. Por ello, a lo observado en mis salidas, lo complemento con información y el resultado final es una mejor comprensión del todo, terminar conociendo historias e incluso, chimentos.
El pequeño monumento está ubicado casi al final; se trata de un pie de baja estatura y sólida construcción que sostiene a un ancla erguida, de tamaño medio, empotrada en su cúspide. El conjunto da muestras de no recibir atención alguna desde hace bastante tiempo. La pintura que otrora lo cubriera, está reducida a tímidas manchas que parecen querer desprenderse de un momento a otro. Una placa maltrecha deja leer a duras penas “En memoria del René” y debajo, lo que debería ser una fecha, se encuentra absolutamente incomprensible. Después de dar un par de vueltas y tomar algunas fotos, incluso al venido abajo monumento, inicio el regreso con la satisfacción de haber alcanzado la meta inicial.
Buscando pistas sobre ese sector del puerto, encontré que allí, hace décadas, amarraban pequeños remolcadores y el René era uno de ellos. Había protagonizado un accidente en el cual terminó destrozado contra el muelle, debido a la embestida de una gran embarcación turística. La única víctima fue el capitán del remolcador. El suceso ocasionó también, grandes daños al buque y a las instalaciones portuarias. Se consideraron como posibles causas del siniestro a una mala maniobra del navío menor en un momento de intensa marejada como así también, a una imprudente aceleración por parte de la nave mayor. El capitán del remolcador era experimentado en su tarea, lo que hacía improbable una ejecución desacertada. La ausencia de reclamos por parte de seres queridos de este último y el dinero que emanaba de la compañía propietaria del buque de mayor porte, permitieron establecer finalmente como causa del siniestro, lo primero. El monumento, quizás, se construyó como una referencia al único incidente hasta el momento, en ese lugar.
Varias semanas después, decido volver a pisar el puerto y me dirijo hacia la zona del destartalado monolito. Soy consciente del horario en el que inicio el trayecto y sé que la vuelta será bajo las luces encendidas del lugar. El día se mantuvo despejado y sin viento. A medida que avanzo, girones de niebla comienzan a desprenderse del agua y a moverse lentamente hacia tierra firme. La silueta del monumento se deja visualizar tímidamente y al acercarme, la imagen a la que enfrento, me paraliza de inmediato. Un escuálido espectro, vestido con restos de ropa de marino, está intentando amarrar como puede, una soga al ancla. Conectada al otro extremo de la misma, se encuentra una silueta que se mece suavemente sobre el agua. Es el pequeño remolcador René, cuyo nombre, pintado de rojo, es posible distinguir en la proa. Lejos de espantarme, aunque sin moverme, continúo observando al aparecido en su afanosa tarea.
Probablemente nunca sepa el por qué pero decido ayudarlo. Al acercarme, la blanca cabeza cubierta por un gorro de fieltro, se gira y un par de ojos de mirada vacua, me contemplan. Sin más, estiro mis manos hacia la soga y el espectro retira las suyas. Por increíble que parezca, siento sutilmente entre mis dedos, la aspereza del cabo y lentamente comienzo a anudarlo en el ancla. Concluida la tarea, observo al capitán sentado en un banco próximo, interesado en el encendido de una pipa. Me acerco y considero al gesto del elevar de una de sus cejas, como una invitación a sentarme. La niebla se encuentra en su máxima concentración.
El surrealismo del cuadro me lleva a perder la noción del tiempo. Mil preguntas se atropellan en mi cabeza pero solo me atrevo a realizar una: “¿Fue el otro barco, verdad?”, susurré con la mirada enfocada en el blanco telón que tenía por delante. Tras unos instantes de silencio y al girar la cabeza en busca de una respuesta, contemplo el repetido movimiento anterior de los restos de la ceja. Con las primeras pinceladas de la luz del nuevo día, el fantasma se pone de pie, se dirige hacia el ancla y con un hábil movimiento desata la amarra. Suelto una carcajada. La traslúcida figura se embarca y en silencio, capitán y barco avanzan y se desdibujan en una niebla que comienza a ceder. Mientras me dirijo hacia la salida, las luces del muelle culminan su rutinaria tarea.
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