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Desesperación

“Has vendido tu alma al diablo”, le grité en la cara. El terror que me provocó la respuesta que terminaba de recibir, generó, quizás de manera exagerada e inoportuna, todo lo que sucedió a continuación. Dando muestras de una ofensa superlativa y de difícil reversión, me puse de pie y alcancé la puerta del ascensor en un santiamén. Cabeza y emociones se correspondían únicamente con el deseo de retirarme y no volver a verlo nunca más. Lo equivocado que estaba sobre mi proceder, se haría palpable en un lapso breve de tiempo. 

Carlitos se terminó arrojando al vacío por uno de los ventanales de su majestuosa oficina pocos días después del reencuentro. La llegada de la noticia de su muerte vino acompañada con el aviso de haber sido nombrado su único heredero. La desesperación que me embarga desde entonces no tiene forma de concluir y parece incrementada ahora, que me encuentro de pie, en el centro de la oficina donde nos volvimos a encontrar. Una mujer, de rasgos salvajemente atractivos, comenzó a golpear suavemente a la puerta de acceso. 

Siendo de temperamento colérico durante la mayor parte de mi vida, el paso de los años y la repetida reflexión sobre el sufrimiento personal padecido y provocado a terceros como consecuencia, determinó que iniciara un camino de cambio. Erradicar definitivamente algo que tiene una fuerte base emocional, alimentado por vivencias y con una probable raíz genética, es quizás improbable. Va más allá de todo el empeño o tesón personal aplicado y la ayuda profesional recibida. Lo que no es imposible es la moderación y una vez conseguida, la calma se hace presente. En ello estoy, desde hace un tiempo. 

Lo cierto es que a Carlos o Carlitos, como en realidad lo he llamado desde que tengo uso de razón, nada de todo lo último le importó demasiado. Me aceptó tal como era desde el primer minuto y así transcurrió hasta el momento del conflicto. Nos conocimos siendo pequeños vecinos que compartían la misma sala del Jardín de Infantes del barrio. Nuestra amistad no solo se sostuvo sino que se fue fortaleciendo a medida que crecíamos. Compartimos los mismos colegios primario y secundario y más de una vez, incluso, fuimos compañeros de banco. Lo paradójico eran las naturalezas diametralmente opuestas de uno y otro. Carlitos era tranquilo, algo introvertido y costaba hacerlo enojar. En mi caso, no hace falta realizar aclaración alguna.  

Durante la etapa universitaria, el único distanciamiento prolongado lo tuvimos cuando obtuvo una beca en el extranjero, para realizar una maestría sobre su especialización en ingeniería. Durante los tres años que duraron los estudios, solo nos vimos durante los días que duraban los intervalos o recesos anuales y en los cuales, él viajaba. Eso si, mantuvimos, en todo momento, un fluido contacto. Siempre dejó en claro su intención de regresar al país y abrir una consultora, al concluir con la capacitación . Por mi parte, intenté inicialmente con el mundo de las letras para terminar decidiéndome por la abogacía. Hoy, junto a dos socios, ofrecemos asesoramiento legal a empresas. 

Devuelta en el país, Carlitos ejecutó su idea y los éxitos no se hicieron esperar. La casi exclusividad de sus servicios, determinaba un nivel de demanda muy elevado. Estaba al tanto de cada uno de los logros que alcanzaba, cuando nos juntábamos los fines de semana, en las instalaciones de nuestro querido club de rugby. De pequeños, no nos perdíamos ninguno de los casi interminables partidos de fútbol barrial y siendo más grandes, participábamos de los interbarriales aunque en ese caso, la intensidad del juego, producto de las cargadas y fricciones latentes de partidos anteriores, estaba a otro nivel. Una tarde, uno de los compañeros del grupo avisó que dejaba de asistir porque quería probar suerte en un deporte, del que solo conocía el nombre. Un ex jugador de rugby se había instalado en la vecindad y aprovechando uno de los tantos terrenos baldíos que poblaban la zona, quería desarrollar una escuelita deportiva. A Carlos, a mí y otro par de amigos nos picó la curiosidad, comentamos en nuestras familias y dos días más tardes, con el consentimiento de nuestros padres, comenzamos con las prácticas. Una de las ventajas iniciales refería a que todos éramos nóveles en la materia, salvo el hijo del ahora DT, que tenía experiencia y no dudaba en demostrarla, con sus precisos y dolorosos tackles. Rápidamente, los primeros abandonos hicieron su aparición. Todavía recuerdo los fenomenales dolores que sucedían a esos primeros entrenamientos, las heridas superficiales y las excoriaciones. También se me viene a la memoria el primer triunfo, ya en plena adolescencia y el posterior festejo en la casa de uno de los pibes, que culminó con borracheras varias. Nunca pasamos a otra instancia que no sea el enfrentamiento con clubes vecinos similares. Con gran esfuerzo se obtuvo el otorgamiento de un predio y con un esfuerzo aún mayor, se iniciaron las construcciones necesarias. El fruto final lo justificó absolutamente todo. Hoy asisten familias completas debido a la múltiple oferta deportiva y la comodidad de las instalaciones. El querido rugby continuó su camino y hoy se compite en la liga de la tercera división. 

Los cambios en Carlitos comenzaron a notarse de manera gradual pero una vez manifiestos, ganaron en intensidad rápidamente. Las diferencias durante una conversación podían convertirla en una despiadada discusión, si no ponía un parate a tiempo. En más de una ocasión, terminó retirándose con evidentes signos de enfado y alejándose a las patinadas, en su flamante vehículo de varios miles. Hasta su aspecto personal sufrió alteraciones. Comenzó a ganar peso y lo que nunca, empecé a observar que consumía alcohol, algo totalmente impensable en un abstemio convencido. Intenté en varias oportunidades invitarlo a dialogar sobre lo que estaba ocurriendo pero las respuestas fueron el silencio o indicando que en otro momento. El distanciamiento, muy a mi pesar, se hizo inevitable. 

Dejamos de tener contacto directo. Solo me enteraba, a través de comentarios o noticias, de lo que se asemejaba una suerte inagotable de éxitos de su parte. Parafraseando de alguna manera al rey Midas, parecía que todo lo que realizaba, en lugar de tocarlo, se convertía en oro. La alegría por los logros, combinada con la tristeza del alejamiento, no dejaban de embargarme, cada vez que llegaba una referencia sobre el tema. 

Una mañana recibí una llamada suya, invitándome a un encuentro. La voz demostraba  cansancio y desgaste en el interlocutor. Acordamos reunirnos durante las últimas horas de la tarde siguiente en su oficina, localizada en la torre recientemente adquirida. Una vez superadas todas las medidas de seguridad, se me permitió el acceso al ascensor personal de Carlitos, que unía la cochera con su despacho. Al abrirse la puerta, el impacto provocado por las generosas dimensiones del recinto y todos los arreglos y comodidades presentes, fue importante. Me encontraba en pleno recorrido visual cuando una voz familiar me invitó a salir del cubículo de metal y ubicarme en un espectacular sillón que rezumaba elegancia y comodidad. Hacia allí me dirigí y una vez instalado, giré la vista en búsqueda de Carlitos, quién se aproximaba con una botella de whisky de primerísimo nivel, hielo y dos vasos. La imagen de mi otrora amigo, me generó un impacto más intenso que el anterior. 

– “No hace falta que digas nada. Tu rostro acaba de hacerlo con total honestidad.”, expresó con voz compungida el invitante;   

Su eterna figura más bien delgada y pulcra, había dado paso a otra, sobrecargada de kilos y con evidentes signos de dejadez. Sin mediar nuevas palabras, se instaló en el sillón inmediato y comenzó a llenar los vasos con medidas generosas del apreciadísimo elixir. Todavía recuerdo las marea de sensaciones y placeres que se dispararon, cuando el líquido ingresó a mi boca por primera vez. 

– “ ¡O te pido disculpas y espero que me las aceptes o nada de todo lo que sigue tendrá sentido!”, expresó Carlitos, con evidentes muestras de ansiedad;

– “Claro que te disculpo, amigo y no se bien por qué, pero siento que de alguna manera, también yo tengo que ofrecértelas. “, respondí de inmediato;

– “Muchas gracias, es muy importante para mí el escucharte decirlo. Y en tu caso, es obvio que no tienes nada de qué disculparte. Todo ha sido culpa mía de manera absoluta.”, asintió con congoja;

– “Realmente me es muy difícil hablar al respecto pero eres una de las muy pocas personas a las que no quiero seguir hiriendo. Una palabra que permite resumir todo lo que me ha estado ocurriendo es, sin lugar a dudas, infierno:”, continuó;

Casi me ahogo durante el exagerado sorbo que le estaba propiciando al delicado néctar que contenía entre mis manos, cuando escuché lo último.

– “¿Infierno, dijiste?”; expresé incrédulo y con un leve acceso de tos;

– “Todo comenzó cuando me encontraba cursando el último cuatrimestre de la especialización. Había terminado una larga jornada de trabajo en el laboratorio y me decidí a por un café y un par de croissants en una pequeña confitería cercana, a modo de premio. Me hallaba en plena degustación cuando la silla libre que tenía enfrente, fue ocupada por una mujer. Reunía, con creces, todos los atributos que considero necesarios para que resulte atractiva y con ello obviamente, capturó mi atención. Sin preámbulos, comenzó a hablarme sobre cuáles eran sus intereses y reconozco que no huí espantado de inmediato, producto de su cautivadora belleza. Expuso datos muy personales míos que están, obviamente, fuera de cualquier sistema, con una precisión escalofriante. Fuiste nombrado, en más de una oportunidad, como mi gran amigo. Las alarmas internas no paraban de sonar, indicando la necesidad de escapar de aquello pero terminé derrumbándome, al conocer la oferta y el precio que a cambio, debía pagar. Un plus de genialidad me sería otorgado de manera inmediata si aceptaba el trato y de allí para adelante, la realidad comenzaría a moverse de manera muy favorable. Todo lo que iniciara sería sinónimo de éxito garantizado. La evidencia presente demuestra que, finalmente, acepté el acuerdo.”, concluyó y después de una profunda respiración, bebió un extenso trago;

Estaba tan absorto escuchando el relato que el whisky comenzó a tomar temperatura. Agregué un hielo a la bebida y seguí, diciendo:

– “Conociéndote, todo se me hace más extraño, aún. No te imagino rendido tan fácilmente ante una extraña, por más deslumbrante que fuera y con una propuesta tan extravagante. Se me ocurren mil preguntas pero vamos con éstas, para empezar ¿Qué te hizo suponer que cumpliría con su parte? ¿Cuánto tiempo duraría el acuerdo? ¿Qué te exigía como precio?”

– “Su nombre nunca lo supe pero es muy fácil saber de quién se trata cuando te comente en qué consistía el pago. El acuerdo no tenía fecha de caducidad, simplemente se completaría al momento de quitarme la vida.”

– “¿Qué dijiste?”, lo interrumpí desesperadamente;

Carlitos continúo con el relato como si no me hubiera escuchado.

– “Todo estaba aclarado de antemano. No llegaría a viejo ni tendría una muerte natural. Mi deceso sería producto del suicidio. El hartazgo, a causa del triunfo perpetuo, indefectiblemente me llevaría a eso. La decisión de cuándo y cómo sería producto de mi total autoría. No habría ninguna clase de interferencias en mi vida, una vez sellado el acuerdo. Y como una muestra de realidad de tan fantástica proposición, a partir de ese momento y durante una semana, disponía del beneficio que se me otorgaría, sin nada a cambio. Si en siete días no me acercaba a una nueva reunión para desistir, se daba por sentado que aceptaba.”

– “¿Y qué te exigía como precio a pagar?”, pregunté, casi desbordado por la ansiedad y el miedo;

– “¡Mi alma!”, respondió de manera tajante. Y a partir de allí, Carlos permaneció en silencio.


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