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Sigfrido y el dragón

Avanzaba con la mirada concentrada, recorriendo el largo pasillo que conducía desde la cámara mortuoria. El eco de las pisadas retumbaba una y otra vez contra las paredes de generosas dimensiones que sostenían el elevado techo de forma abovedada. Tragaluces ubicados de manera regular en lo alto, garantizaban la iluminación natural del trayecto. Había terminado la inspección matutina que permitía corroborar el avance de la construcción de la cripta donde descansarían los restos del agonizante monarca. Lo observado hacía suponer que, a pesar de los sucesivos contratiempos, todo estaría culminado dentro de lo previsto. Las órdenes impartidas, el aumento en la frecuencia de las visitas de control, los guardias instalados a muy corta distancia de los sucesos y con la promesa de repartir una generosa provisión de garrotazos en caso de incumplimiento, parecían estar surtiendo efecto. Ingenieros, capataces y obreros redoblaron el interés y esfuerzo en la ejecución de la tarea. Ser el jefe de la guardia personal del monarca y contar con su favor, garantiza privilegios y exige responsabilidades. Le gusta disfrutar de los primeros y asume con compromiso las restantes. 

Sus rasgos resaltan sobre las vestimentas predominantemente oscuras. La abundante cabellera rubia delata a una persona madura pero no entrada en años; la piel muy clara no evidencia arrugas y sus ojos celestes aún transmiten la pasión casi fanática de un joven. El capitán Sigfrido detiene su marcha frente a la alcoba del agonizante soberano, golpea suavemente la puerta y aguarda ser atendido en respetuoso silencio.

Nacido y criado en una tierra donde los mitos y las leyendas están fuertemente arraigados en la cultura popular, convivió en su imaginación con múltiples personajes y seres fantásticos. De todos ellos, los dragones le causaron el mayor impacto y aún hoy, siendo adulto, lleva siempre consigo, algún distintivo o imagen bordada en sus ropas, que los tiene presentes. Y no se molesta demasiado en mantenerlo oculto. 

El permiso de acceso se demora y eso es algo inusual. Repite una serie de breves golpes y esta vez, la puerta se abre, facilitando el ingreso. El ambiente de la generosa habitación sacude a los sentidos. La penumbra, producto de las gruesas cortinas que aíslan el espacio de la luz natural, está acompañada de una temperatura demasiado elevada gracias a un hogar que no para de ser alimentado. El señor, reducido a una figura humana formada únicamente por piel y huesos, solo emite señales de vida a través de una ruidosa e irregular respiración. A ambos lados de la cama, los sirvientes se encuentran atentos y cumplen con presteza, cualquier requerimiento de quienes asisten al paciente. Los galenos se encuentran en un costado y dispuestos en círculo en torno a un extranjero de ropajes llamativos. El capitán está al tanto de su llegada al castillo, horas atrás. 

Alertados los médicos de su presencia, disolvieron el grupo y el jefe, acompañado del extraño se acercaron y entre susurros, comenzaron a hablarle. 

– “Capitán, quien me acompaña, es un reconocido tratante de enfermedades y dolencias que ha tenido la amabilidad de acercarse, respondiendo así a nuestra solicitud de ayuda. La situación de su majestad es desesperante y se encuentra fuera de nuestros conocimientos de medicina tradicional, el poder aliviarle. El caballero posee información y habilidades diferentes y la gravedad y urgencia nos llevó a decidirnos por hacerle una consulta”, expresó entre dientes, el anquilosado médico real;

El capitán asintió levemente con su cabeza y siguió escuchando, sin emitir palabra; 

El extraño, ataviado con turbante, múltiples collares que sostenían piedras de todo tipo y un ropaje de colores vivos, enunció en una jeringoza casi inentendible, lo siguiente: 

– “Obviamente, el rey transita los últimos momentos de su vida y por ello, hay que actuar de inmediato. Alternativas médicas tradicionales distintas a las implementadas, requerirían de un tiempo para producir su efecto que el monarca no tiene. La única solución posible en este caso es cubrir su cuerpo con sangre de dragón. La cura sería casi instantánea”; 

– “¿Sangre de dragón? ¿Qué clase de locura es esa? Esos seres solo existen en la imaginación ¿O recibe ese nombre algún preparado con componentes exóticos y difíciles de conseguir?”, señaló el militar, estupefacto; 

– “Para nada imaginarios. Queda un representante, viviendo, como es de esperarse, de manera aislada. Conozco sobre su existencia desde hace varios años. Inicialmente de comportamiento retraído, los sucesivos intentos de caza de quienes pretendían su sangre, lo terminaron transformando en lo que es hoy, un cazador muy astuto y despiadado al momento de la lucha.”, se explayó el extranjero. 

La conversación comenzó a ganar en animosidad y quienes se mantenían aparte, empezaron a observar sin disimulos a los protagonistas. La conveniencia de retirarse y continuar en otro espacio no se hizo esperar. Ya en la biblioteca real y frente a un gigantesco mural que exhibía con exquisitos detalles diferentes regiones, el visitante señaló dónde era posible realizar el hallazgo. Numerosas cuevas y galerías naturales estaban distribuidas por doquier y probablemente alguna o algunas, eran empleadas como guarida por la bestia.

El sentido del deber se impuso y el capitán, frente a un grupo reducido de todavía incrédulos pero leales y experimentados guerreros, partió de inmediato. El escaso tiempo disponible fue el factor que se terminó imponiendo sobre cualquier incertidumbre o sensación de absurdo que estuvo presente. 

Al tercer día alcanzaron el área y la tensión se hizo palpable en la comitiva, pese al desconcierto general que todavía reinaba sobre lo que se perseguía. De acuerdo a las leyendas, los dragones proyectan fuego aunque de manera breve y después de un cierto tiempo para poder regenerarlo; su aliento, empleado como arma, es fétido y se asemeja a una nube. Envuelto por ella, la persona se desorienta y experimenta náuseas o incluso vomita, quedando vulnerable. Algunos pueden expulsar aguijones a cierta distancia pero una vez hecho, les toma bastante tiempo reconstituirlos. No hay nada que agregar de su brutal mordida o del filo de las prominentes garras. 

El primer y segundo día de búsqueda transcurrió sin el menor indicio que delatara la existencia por allí de un dragón. Las voces de hombres acostumbrados a obedecer en silencio, comenzaron a oírse, expresando lo absurdo de todo al asunto en cuestión. Sigfrido ordenó detener la marcha y cuando iniciaba un sermoneo sin demasiado convencimiento, una suerte de aleteo poderoso, seguido del sonido de una rama quebrándose y cayendo pesadamente al suelo, llegó al grupo con claridad. En el lugar de origen de todo lo escuchado, las huellas de cuatro extremidades fuera de lo común y los restos en el árbol que indicaban la elevada altura desde donde había caído el gajo, puso automáticamente a todos en alerta. Avanzaron en la espesura sin encontrar nuevos rastros o pistas y se retiraron a un espacio seguro para realizar el pernocte. 

A altas horas de la noche, se produjo el ataque. Dos soldados murieron carbonizados de inmediato y otros dos, producto de las púas. El resto, comenzó a ser envuelto por la formación de aliento hediondo. Pero la experiencia en combate hizo lo suyo y la sorpresa rápidamente dio paso a la acción. Flechazos y lanzazos salieron disparados y un brutal bramido, producto del intenso dolor, señalaba que habían dado en el blanco. Gritos de guerra brotaron de las resecas gargantas y con espadas y cuchillos desenvainados, los sobrevivientes se lanzaron sobre el par de ojos color fuego, que los observaba desde las tinieblas. Rugidos, golpes, gritos e insultos, resonaron en todo el momento que duró la contienda. Nuevos aleteos indicaron que el dragón, finalmente, se retiraba de la escena. 

Las luces del nuevo día permitieron comprobar que todos los protagonistas habían recibido heridas, incluido el ser fantástico, ahora bien real. En el caso de este último, los volúmenes de sangre fluorescente que se observaban sobre los árboles y que servían como rastro, permitían suponer que eran de consideración.  

Sigfrido, con varios vendajes mal efectuados y pese a los múltiples dolores, dio las últimas indicaciones y se lanzó en solitario a la caza. Especulaba con que no podría haberse alejado demasiado. El rastro llegó hasta la entrada de una caverna que se presentaba oscura y a la vez, profunda. Ingresar allí era directamente entregarse al enemigo, por más debilitado que estuviera. Sin perder el tiempo, dado que algunas vendas comenzaban a mojarse, espada en mano, comenzó a cortar ramas y cubrir la boca de la gruta. Ramas verdes y secas se entremezclaban, formando una pila. Logró encenderla después de reiterados intentos y cuando comenzaba a retirarse, buscando protección, el dragón emergió a gran velocidad y atravesó la fogata humeante. En el ímpetu de la carrera, golpeó con fuerza al desprevenido capitán, quien voló por los aires y al caer, rodó sin control por el suelo. 

Con esfuerzo y todavía aturdido, logró ponerse de pie. Un par de heridas le sangraban abiertamente. Al contemplar al dragón, que permanecía quieto y respirando con gran dificultad, pudo comprobar los traumatismos equivalentes que presentaba. La sangre preciada no paraba de escaparse entre las fulgurantes escamas. Las miradas se cruzaron y se sostuvieron un instante. La mutua admiración y el no pedido de clemencia en el inminente enfrentamiento que se avecinaba, se puso de manifiesto entre ambos. 

La contienda fue breve y llevada al límite. Mandobles, mordiscos, puñaladas y profundos rasguños fueron los protagonistas durante la riña. Un jadeante capitán, erguido aunque tambaleante y totalmente incapaz de volver a golpear, contemplaba al inmóvil dragón. Las nuevas heridas en el cuerpo del militar, producto de las partes faltantes, drenaban con abundancia. Cubierto con sangre fluorescente, intentó extraer de sus ropas el frasco para almacenar el preciado líquido que ya dejaba de manar de la bestia pero cayó inconsciente. 

La patrulla proveniente del castillo encontró el campamento con soldados heridos y muertos, tres días más tarde. Los que permanecían en este mundo se enteraron de la muerte del rey al día siguiente de su partida. Todo el esfuerzo había sido en vano. Al ser consultados por el capitán, informaron que había partido tras el rastro del dragón pero que no lo habían vuelto a ver. Una parte de los recién arribados partió en su búsqueda. Lograron llegar al lugar de la última batalla siguiendo con dificultad las huellas de Sigfrido. Nada quedaba en el ambiente del líquido de llamativo color. 

Al arribar, solo el cuerpo del dragón estaba presente. Del capitán no había más rastros que la espada y la daga tirados cerca del ser increíble. Algunos consideraron que la bestia lo había comido y cuando intentaron abrirla para extraer las partes del cuerpo, el magnífico espécimen quedó reducido a polvo, de manera instantánea. La historia quedó, oficialmente, concluida de esta manera. 

Con los años, un vecino, contemporáneo en su momento de Sigfrido, juró y perjuró haberlo visto con vida, abordando como un pasajero más, un barco cargado de inmigrantes que partía a tierras lejanas. Sus rasgos estaban intactos, como si el tiempo no hubiera pasado. El vecino se encontraba circunstancialmente en el mismo puerto, despidiendo a un familiar que viajaba a otro destino. El gran tumulto de personas y bultos que generó el viaje anterior, no le permitió acercarse. 

Allí nació la leyenda. En ella se habla de un individuo eternamente joven, que arrastra a la inmortalidad como una maldición, transitando entre diferentes poblaciones y labores después de un cierto tiempo, en pos de intentar no levantar sospechas. 

Es así o no lo es, quién sabe. Todo es posible en una tierra donde se aman los mitos y se veneran las leyendas.

 


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