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Quiero tu alma

Aroldo

El diablejo, surgido de lo más profundo del averno, tenía una sola obsesión y desde hacía unos días, Aroldo, padecía sus consecuencias. Empujones, tropiezos, la sensación de uñas o dientes clavados y seguido, una serie de tironeos, no hacían más que complicar su existencia. Ocurrían en cualquier circunstancia y en algunos casos, la intensidad era tal, que terminaba adoptando posturas ridículas y hasta incluso, caídas. En un par de ocasiones, fue consultado por terceros sobre su estado de salud. El diablejo quería, a toda costa, apoderarse del alma de Aroldo. 

Estos siniestros personajes se encargan de llevar a cabo la recolección de espíritus. Se les asigna el candidato y a partir de entonces, deben esperar hasta el momento del deceso para realizar la tarea. En este caso, parece tratarse de alguien bastante atropellado y de estar empecinado en querer cumplir con el encargo, antes de lo previsto. Las consecuencias para la víctima de tal inoportuna decisión están a la vista. 

El ser infernal es imperceptible a los ojos humanos por lo que Aroldo solo puede experimentar los efectos de sus intenciones. Ignorando completamente el origen de lo sufrido, realizó un par de consultas médicas, que no arrojaron una posible luz explicativa. Su vida continúa, desde entonces, conviviendo de la mejor manera posible con el nuevo cuadro de situaciones. Hasta el dormir se ha transformado en una verdadera calamidad. Trata, si puede, de no golpear a nadie y para consigo, de lesionarse lo menos posible. 

El diablejo no entiende razones para terminar con sus intentos. A pesar de las reiteradas visitas que le advierten sobre el precio a pagar si no se detiene, no hay caso. Insiste e insiste, sin claudicar. Según él, la víctima adeuda demasiado como para esperar hasta el fallecimiento. 

El acento de Aroldo delata su origen extranjero. La convivencia pacífica como un vecino más desde hace décadas, mantiene a salvo su primitiva identidad de ex jerarca militar, a cargo de uno de los campos de exterminio con mayor número de víctimas en su haber. Aroldo sigue con su vida actual de oficinista ignoto, sin comprender el por qué, de todo el padecimiento. 

El diablejo

No le importó durante las advertencias y sigue sin importarle, a pesar que lo anunciado se hizo realidad. Relevado, probablemente de manera indefinida, del traslado de las almas de aquellos que ya muertos, alcanzaron los méritos suficientes como para ganarse la mortificación eterna, cumple sin reniegos el nuevo y mísero rol asignado. Actúa como un insignificante intermediario, transportando el mensaje de quién señala al castigado y quién cumple con la decisión. No le es raro recibir la mofa de los antiguos camaradas de tarea. 

El diablejo se mantiene sin señales de arrepentimiento ni muestras de querer pedir perdón o de solicitar una reconsideración de su actual situación, acorde al impecable historial de trabajo. Está bien así, sobre todo cuando agregó a su proceder. una acción extra considerada gravísima. 

La absurda cantidad de intentos fallidos lo llevaron a convencerse de la imposibilidad de separar el alma del cuerpo de un ser viviente. Solo la muerte puede romper ese lazo indestructible que garantiza dicha unión. Lo que no menguó fue su convencimiento sobre la urgencia con la que el espíritu de Aroldo debía comenzar a pagar el precio. Pero existía otra gran dificultad, imposible de resolver por sí mismo. No podía matar directamente al humano, aunque sí, obviamente, podía hacerlo otro, sobre todo si estaba lo suficientemente enardecido, producto de su pasado. 

Cambió radicalmente la estrategia. Lindante con el edificio de oficinas al que concurre diariamente Aroldo, se encuentra la gigantesca mole de la biblioteca pública. Durante varias noches seguidas, se dedicó a buscar y dejar desparramada y abierta, cuanta bibliografía contuviera información del otrora genocida. El sobresalto inicial dio paso rápidamente a la interpretación del mensaje que se quería mostrar. Un Aroldo joven, con otra identidad y uniformado, aparecía en diferentes imágenes. Las referencias que acompañaban a lo observado, eran escalofriantes. El pasado alcanzó a la velocidad de un destello, la realidad actual del desapercibido trabajador. 

El viejo aguardaba impávido en la generosa entrada de la imponente construcción. Las personas no paraban de ingresar. El horario de inicio de las actividades estaba próximo a cumplirse. Aroldo, feliz por el respiro de las molestias, se dispuso a ingresar como un empleado más. El viejo se interpuso en su camino y lo llamó por el antiguo y verdadero nombre. Aroldo detuvo la marcha. Su rostro se encontraba desencajado. El viejo extrajo un arma y le apuntó directo al tórax. El diablejo, que acompañaba a Aroldo a reducida distancia, aunque sin agredirlo, se aprontó a recibir el espíritu liberado. Tras un instante de silencio, enojado, dirigió su mirada al anciano y descubrió con pavor, el temblor incontrolable de la mano que portaba la pistola. “No va a disparar”, pensó. Sin rodeos, se adentró en el cuerpo del longevo sobreviviente y controlando a voluntad su mano, vació el cargador del obsoleto y efectivo artefacto. Aroldo cayó fulminado sobre sí. Un diablejo con evidentes muestras de regocijo y un alma atrapada entre las manos, se retiraba de la escena, instantes después.     

El viejo tuvo un juicio sumarísimo. Considerado presa de una emoción violenta justificada por las aberraciones sufridas, fue declarado inocente. Recibió, además, un pedido de perdón oficial por la negligencia de la no identificación efectiva y a tiempo del genocida ejecutado y que le permitía transitar sin consecuencias, una vida apacible.


 

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