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 El chatarrero

Padres - Tormenta

José se encontraba viviendo uno de esos momentos poco frecuentes en lo laboral. Los pedidos de material se habían detenido por completo desde hacía un tiempo y contaba con lo suficiente como satisfacer la demanda de souvenires. Aprovechando el parate, había realizado el mantenimiento habitual del compañero de aventuras, acondicionado un par de herramientas y concluido con una mínima refacción habitacional. Fue justamente, cuando se encontraba acomodando trastos en las nuevas comodidades, que sintió el primer aguijonazo. El deseo de visitar a sus padres había eclosionado en su interior. 

Tres días más tarde, se encontraba a bordo del autobús que lo conduciría finalmente, al reencuentro con un vecindario del cual faltaba desde hacía buen tiempo. La imagen de la casa paterna lo conmovió sin dudas y los abrazos y besos con sus seres queridos, lo sacudieron hasta lo más profundo. Fueron tres semanas donde primaron las charlas interminables. Recuerdos, trivialidades, sentimientos y expectativas formaron parte del compendio abarcado. Un par de consultas telefónicas sobre posibles negocios, marcaron la necesidad de tener que volver al ruedo. Dos días más tarde, transitaba el camino de retorno. La visita a su hogar de Antonio y Susana, había quedado comprometida para un futuro cercano. 

Pepe se encontraba en la parada desde bastante antes al arribo del autobús. A diferencia de lo que fuera la llegada de su padre, esta vez, las ganas de volver a reunirse estaban cargadas de una ansiedad muy elevada. Al arribo y como era de esperarse, quién sufrió el mayor impacto tanto por lo climático como por lo paisajístico fue su madre. El calor y la desolación le resultaron bochornosos. Si no fuera por el amor que sentía por su hijo, subirse de manera inmediata al fresco habitáculo y emprender el retorno, era algo totalmente probable. 

Don Antonio se encontraba de parabienes. No dejaba de toquetear todo lo que estaba a su alcance. Se sumaba a cuanta actividad proponía Pepe y, de hecho, lo acompañó en dos salidas menores. Con Doña Susana, la cosa iba por carriles totalmente distintos. A pesar de toda su mejor buena voluntad, era evidente el padecimiento en el que estaba sumergida. Durante las horas de máxima irradiación, tenía por momentos la sensación de ahogamiento. El aire hirviente y reseco, que castigaba a la piel, los ojos y el cabello, costaba ser tragado y la obligaba a la ingesta de pequeños sorbos de agua, de manera casi continua. Además, todo se hallaba cubierto de una fina capa de arena y para una mujer, casi obsesionada con la limpieza, eso era una verdadera provocación. Durante los primeros días de la estancia, le desató una feroz batalla al diminuto contrincante. El ganador, por cansancio, fue el inerte elemento.

José acaba de probar la última adquisición. Un pronosticador del tiempo capaz de proyectar en tercera dimensión, una recreación del paisaje según las coordenadas actuales y agregarle, además, la animación de las condiciones del clima del momento. A sus ojos, una inversión práctica y a la vez, entretenida. 

Se encontraban padre e hijo concentrados en el despiece de un turbo antiguo, cuando la voz estridente de Goyo en el intercomunicador, les terminó provocando un sobresalto.

“¿José, has visto el pronóstico del tiempo en estos últimos minutos?”, inquirió el amigo chatarrero;

“No. Lo hice hace un rato y sin nada llamativo. Como no tengo una excursión prevista, no lo consulto tan frecuentemente ¿Ocurre algo?” respondió Pepe a la brevedad;

“Parece que una tormenta de mil demonios se dirige en dirección a tu propiedad. La extensión que abarca y la velocidad de avance son muy llamativos. Por las dudas, asegura todo.”, expresó Gregorio con un dejo de preocupación;

“Gracias por el aviso y el consejo. Te debo una.”, contestó José y se dirigió a observar al artefacto adquirido. 

La imagen realmente espantaba. Mientras los padres contemplaban absortos el dantesco espectáculo, José se retiró a toda velocidad hacia el exterior. El horizonte, habitualmente conformado por la línea que demarca la transición entre el color ocre del suelo y el azul del firmamento, había sido reemplazada por una franja oscura visualmente inabarcable en extensión y que no paraba de aumentar en su espesor. 

Regresó a la vivienda y mientras tomaba el juego de llaves que permitían abrir las puertas para acceder al refugio, gritó a sus progenitores que aseguraran todo lo que pudieran y sin dudar, que respondieran al aviso de moverse en busca de resguardo. En el exterior, pequeños remolinos de fina arena comenzaban a levantarse. 

Tiempo atrás, recién llegado y queriendo instalarse en el lugar, uno de los primeros consejos que recibió fue sobre la necesidad de construir un refugio subterráneo. Apenas pudo, se abocó en la tarea y lo hizo siguiendo ciertas indicaciones como la ubicación conveniente y el tipo de cierre de sus puertas. En más de una oportunidad se planteó sobre lo innecesario de semejante esfuerzo, pero en estos momentos, no paraba de felicitarse por la decisión de hacerlo. Esperaba, eso sí, que fuera lo suficientemente resistente, por la magnitud de lo que iban a enfrentar. Abrió lo candados, retiró las trabas y después de un par de tirones, las puertas cedieron. Lo dejó abierto para favorecer una rápida ventilación y se dirigió a la carrera al Depecero. El engendro, como entendiendo la urgencia, respondió con un rápido encendido y derrapando, fue conducido hasta las proximidades de la construcción principal. Arena de mayor calibre en movimiento, generaba un doloroso azote en las zonas desnudas. Era arrastrada por un aire hirviente y cuya velocidad no paraba de incrementarse. Sus padres, tras cerrar la puerta de la propiedad, se dirigieron velozmente hasta el refugio. Pepe avanzó detrás de ellos. Su rostro, transfigurado momentáneamente por el miedo, lo decía todo. 

Después de cerrar y asegurar ambas puertas, le pidió a Don Antonio que tomara con firmeza una de las manijas y fue una decisión acertada. Era muy probable que, a pesar de lo seguro de su construcción y fijado, hubieran sido arrancadas cuando la tormenta las golpeara con su máxima intensidad. Un verdadero infierno se terminó desatando en el exterior. El paso del viento generaba el equivalente a prolongados aullidos que se mezclaban con explosiones y gigantescos desgarros, producto de todo lo que estaba siendo triturado afuera. Las consecuencias también se hacían sentir en refugio. La arena se filtraba por doquier y el ambiente se había tornado aún más sofocante. La resequedad en las mucosas fue casi instantánea y los accesos de tos comenzaron a sentirse. Rápidamente, boca y nariz fueron cubiertas y los párpados cerrados con intensidad. Doña Susana, entre sollozos, rezaba a viva voz y alguna que otra lágrima recorría el rostro polvoriento de su padre. José, en tanto, no hacía más que dudar sobre la supervivencia de la estructura. 

Cuanto realmente duró todo es muy difícil de saberlo. Lo objetivo y lo subjetivo, producto del estrés, no hacían más que confundirse. Cuando el ruido menguó hasta casi su extinción, la arena disminuyó en su ingreso y la claridad aumentó su presencia, se podía suponer, de manera casi inequívoca, que lo peor había pasado. Intentar abrir las puertas hacia fuera resultó imposible, a pesar del empeño. La recomendación original de permitir también, la abertura hacia adentro, resultó ser muy sabia. Bastó alejarse de éstas y quitar las trabas, para que un aluvión de arena inundara el lugar. Con mucho esfuerzo, padres e hijo, emergieron a la superficie. 

El panorama no podía ser más desolador. Se mostraba como si un par de manos ciclópeas hubieran tomado una vasta porción del desierto profundo y lo hubieran dejado caer en el lugar. Dunas enteras ocupaban la otrora ubicación de construcciones y la carretera. La casa había soportado la embestida con bastante éxito. Aunque era posible observar ventanas reventadas y una parte del techo inexistente, la evaluación posterior no mostró fallas estructurales, que la hubieran tornado peligrosa para habitarla. La casilla donde se alojaban sus padres, se encontraba absolutamente destrozada contra un par de columnas, a unos doscientos metros de su emplazamiento habitual. El resto, incluido el Depecero, estaban semisepultados bajo ingentes cantidades de arena. La reconstrucción tomaría tanto tiempo y esfuerzo que el replanteo de permanecer allí o no, bien valía la pena. En el caso de José, eso no existió en lo absoluto. De inmediato, comenzó a escarbar con sus propias manos, a las cuales se sumaron las de sus padres, en búsqueda de las herramientas necesarias para dar comienzo a la tarea. 

Horas más tardes, un ruido bien conocido por el chatarrero, comenzó a ser escuchado. Se trataba de Gregorio, montado en su gigantesco armatoste de rescate, que remolcaba, además, una generosa casa rodante. Se detuvo en proximidades de los sobrevivientes y sin mediar palabra, estrechó entre sus brazos a un más distendido y emocionado José. Permaneció allí, instalado todo el tiempo que hizo falta, ayudando a su amigo.

 

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