El leñador
A Lev le gusta sentarse, aunque más no sea un momento, bajo el alero de la cabaña. La duración de la estancia obedece a cuan riguroso se encuentra el clima en ese momento. La temperatura puede descender varias decenas de grados centígrados y una permanencia prolongada es sinónimo de un inevitable congelamiento. La llegada a ese recóndito lugar de Siberia, ubicado entre la estepa y el bosque frío, se había producido en un momento clave de su vida. Habiendo sobrevivido a las dos grandes guerras, en la primera con una participación activa como soldado de infantería y en la segunda, ya como reservista, trabajando en una fábrica de elementos de artillería, se lanzó a la búsqueda de un espacio donde pudiera ver que hacía con el resto de su existencia. Se mantuvo también, todo lo que pudo, al margen de la revolución bolchevique. De hecho, conoció su actual residencia cuando emprendió un viaje, tras el rastro de un pariente deportado a estos territorios, a modo de castigo. No tuvo la posibilidad del encuentro, pero consideró que aquí podía enfrentar a sus demonios y se quedó.
No la tendría fácil. La vastedad de las extensiones, el silencio y una soledad que abruman, podían conducir de manera inequívoca a la inestabilidad emocional e intentar combatir el desquicio, entre otros, con el consumo de alcohol. Al comienzo, terminó experimentando de alguna manera, dicha secuencia y sus correspondientes estragos. No era lo que deseaba, pero el intento de avanzar en reparaciones propias y en ese contexto, requería de fuertes convicciones y asideros emocionales que no estaba seguro de poseer. Esos primeros tiempos fueron un verdadero infierno y tuvo que recurrir a la bebida en más de una ocasión, como medida desesperada, para poder tranquilizarse. Pesadillas brutales, dolores físicos que lo doblaban y una angustia desgarradora que parecía no tener límites, lo llevaron a considerar al suicidio como el medio para acabar con tanto sufrimiento. Intentó también, probar con el parche de mantenerse física y mentalmente ocupado hasta alcanzar el agotamiento. Pero terminó convenciendo que esas medidas no eran nada más que intentos vanos de querer solapar problemas. No tuvo más alternativa que enfrentarlos. Y fue un día, cuando el vapuleo físico y mental estaban en su punto más álgido, donde decidió que, pese a ello, quería seguir viviendo. Un lento proceso de sanación tuvo su origen en ese instante. Hubo idas y venidas en el avance, pero se mantuvo firme. El reencuentro consigo mismo a través del perdón y la automotivación, permitió cambiar su percepción en relación al mundo. Aprendió a soltar y pudo reírse más. Sí, la realidad ya no era tan nefasta y formas, colores y sonidos comenzaron a apreciarse en su esplendor.
Empezó a visitar con mayor asiduidad el asentamiento ubicado a unos pocos kilómetros. Adoptó un husky siberiano que siempre vio deambulando en el poblado. Tenía una enorme cicatriz que recorría su rostro y un ojo ausente. Le ofreció un pedazo de la carne seca sobrante que llevaba consigo y el animal no dejó de seguirlo. Siempre lo alimentó de manera insuficiente para que él se procurara el faltante. Fue un acuerdo tácito y a partir de allí, roedores, aves o pequeños mamíferos se encontraron entre sus bocados.
Sobrevivía a duras penas comercializando las pieles que conseguía. Decidió que seguir matando de esa forma ya no era lo suyo y apenas el clima lo permitió, intentó producir leña. Era un verdadero acertijo saber qué ocurriría con la respuesta de su cuerpo. Había dejado atrás la juventud y la vida no lo había tratado de manera muy benevolente. Sin embargo, el físico respondió y la actividad hizo reaparecer nuevos bríos que lo entusiasmaron a seguir. Sabía que, con ese rigor climático, la necesidad de calefacción era casi una constante y además, el flujo de nuevos habitantes que aceptaban el desafío de vivir allí, parecía no detenerse.
En una ocasión, mientras se encontraba ausente, un oso se ensañó contra la puerta de acceso de la vivienda. El hambre acuciante y el olor de la carne de pescado secándose en su interior, lo llevó a buscar el ingreso. La rusticidad y resistencia del inmueble lo impidieron. En otra, mientras deambulaba por las proximidades, calzado con raquetas de nieve y aprovechando el impasse de una intensa nevada, observó unas huellas de tigre evidentemente frescas. Giró sobre sí y emprendió la retirada. Momentos después un apabullante rugido rompió con el silencio del entorno.
Los ingresos en la población se incrementaron y con ellos, las comodidades. Aunque el gas llegó finalmente a la ahora incipiente ciudad, la demanda por leña se mantuvo en niveles rentables.
Es común ver sentado bajo el alero a dos solitarios que se encontraron. Mientras que uno ríe fácilmente, el otro aúlla acompañándolo. La vida puede ser bella si uno acepta el desafío de buscarla con esa mirada y sostenerla.
Comentarios
Publicar un comentario