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El metalero

 A mi querido abuelo paterno, español de pura cepa, cuya presencia sigue intacta...

Mi infancia y adolescencia transcurrieron en el seno de una familia tradicional que hacia su vida en una comunidad tradicional. Hijo de un padre mecánico y una madre docente, en el diario vivir acontecían los clásicos y nada complicados sobresaltos tales como un corte inesperado de energía o la falta de un alimento requerido, en ese instante, en la heladera. Entre lo que considero destacable de esa monótona existencia y que sirvió para influir en mi futuro, fue la presencia casi continua de la música. Para mi padre era un ritual llegar a su taller y antes de realizar cualquier actividad, encender la radio eternamente sintonizada en la misma estación y tener por diaria compañía su música. Finalizada la jornada y antes de apagar la luz y retirarse, la radio era lo último que se detenía. No dejan de resonar en mi cabeza la lista eternamente repetida de tangos y afines. Mi madre, durante sus quehaceres hogareños, se acompañaba con programas televisivos que incluían cantantes, muchas veces de moda y habilidades artísticas efímeras. Mi abuelo materno era español y nunca perdió referencia de su música natal. Cantaba a viva voz melodías de su terruño mientras trabaja en la huerta o hacía alguna reparación en el corral de las aves. Mi abuela, su esposa, era del norte argentino y los ritmos tradicionales no paraban de sonar en la cocina. Para sumar, su hijo mayor había vivido un tiempo en España y a la vuelta, trajo consigo una gaita. Era común escuchar ese sonido, semejante a diferentes sirenas, durante las fiestas de la colectividad. 

 Cuando niño, el hermano mayor de un compañero y amigo de la escuela, transcurría tardes enteras rasgando las cuerdas de una guitarra. En una oportunidad, mientras lo observaba a cierta distancia, me pidió que me acercara, me ayudó a acomodar el instrumento y me hizo practicar con dos notas. No lo sabía aún, pero ese sería el inicio de una pasión que explotó más adelante. Cuando finalizaba la primaria, un profe de música recién llegado al pueblo, reemplazó durante unos meses a la histórica maestra de música. Tenía una presencia distinta a los jóvenes que conocíamos y durante el tiempo que estuvo, practicábamos letras de rock en lugar de los mismos temas que la maestra titular también enseñó a nuestros padres. Una tarde, mientras practicaba entonación, mi padre me escuchó. Cuando le expliqué el origen, me soltó un: “¡Lo que te enseña el melenudo ese! ¡Habiendo tantos temas buenos, mirá con qué sale! “Además, un vecino solterón no paraba de escuchar música clásica y el dueño del quiosco de la esquina oscilaba entre el jazz y el blues, dependiendo del día. Un verdadero compendio de estilos me acompañó durante todo ese tiempo.

 Al inicio del colegio secundario, volví a cruzarme con este profe, pero esta vez en un parque público. Era un día soleado y se encontraba rasgando al azar (“zapando”, me dijo) su guitarra. Observé un estuche de forma poco común sobre el pasto y me comentó que se trataba de una guitarra eléctrica. Atento a mi interés, la extrajo y señaló que su calidad era de “medio pelo”. Por eso la llevaba durante las salidas. Practiqué con ella el único par de notas que sabía y no sonó muy bien. Sonrió y me invitó a pasar por su estudio a la tarde, donde él ensayaba. Así lo hice. Observé un instrumento mucho mejor presentado y en sus manos, se oyó de manera soberbia. Realizó una serie de riffs pertenecientes a temas de grandes bandas metaleras. Era increíble la velocidad de los movimientos y toda esa musicalidad quedó retumbando en mi interior. Al finalizar, ejecutó un gesto imitando cuernos con la mano derecha cerrada. Necesitaba más de eso. Nunca había experimentado tal sensación. Me invitó a acercarme y practicar todos los días, después de la escuela. Se lo comenté a mis padres, hablaron con él y aceptaron. Sabía que partiría del pueblo en poco tiempo.

 De ahí en adelante, todo pareció acelerarse. Descubrí mi pasión por tocar Metal en una guitarra eléctrica. Ayudé en el taller para juntar dinero y así accedí al instrumento. Aprendí con un profesor local lo relacionado con la lectura musical y distintas técnicas de ejecución. Lo demás fue práctica y más práctica. Aparecieron rispideces familiares que me llevaron a una pelea y al alejamiento del hogar, cuando expresé mis intenciones de querer vivir de la música y más específicamente, de esa música. Me instalé en la gran ciudad donde pude trabajar y seguir perfeccionándome. Conocí a más metaleros, asistí a recitales y tuve contacto con otros músicos. Distintas bandas fueron transcurriendo hasta llegar al grupo actual, con algo más de siete años juntos.

 Todo esto lo recuerdo cuando estamos a punto de subir al escenario. Somos una de las dos bandas soportes locales de una consagrada formación internacional que está de gira. Las diferencias con mi familia no perduraron demasiado pues el amor pudo más. Mi viejo, después de un tiempo, se hizo presente en la pensión donde vivía e hicimos definitivamente las pases. Acabo de llamarlos y me dicen que ya están frente al televisor, esperando nuestra presencia. Sentimientos varios están presentes mientras las manos realizan movimientos de ejecución sobre la guitarra, todavía apagada.

 Mis abuelos, aunque partieron, siguen estando. Mi tío ejecutó partes instrumentales con la gaita, en dos de los temas que integran nuestro último álbum de estudio. Voy a ser papá en unas pocas semanas y la pasión metalera sigue intacta ¿Qué más puedo pedirle a la vida?

 Con los cuernos bien en lo alto, ¡Aguante el Metal, Carajo!

 

 

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