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El Adorador del Sol

El viejo carguero viaja a hipervelocidad por el sector de la galaxia conocido como el gran desierto debido a las enormes distancias que separan a los planetas y sus lunas. Aventurarse por esa región es un riesgo. Ser auxiliado a tiempo en caso de necesidad, es casi sinónimo de imposible. La detección primero y el posterior arribo de la ayuda, toma un tiempo del que no siempre se dispone y entonces la muerte pasa a ser una posibilidad real. Hasta los saqueadores evitan normalmente su tránsito, aunque lo tienen en cuenta como vía de escape y usan sus bordes como puntos de asecho.

 El capitán y la tripulación del carguero eran conscientes de lo anterior, pero optaron por la ruta dado que permitía un gran ahorro de tiempo y esto, para una nave de transporte, era sinónimo de menos costos e incremento de ganancias. El impacto del micrometeoro fue violentísimo. Aunque su tamaño era insignificante, la gran velocidad de la nave amplificó la fuerza de choque y los daños que produjo fueron casi catastróficos. El radar de aproximación lo detectó y se logró activar a tiempo el escudo magnético de protección, pero se trataba de un modelo obsoleto que poco pudo hacer frente a tanta energía. Es válido pensar que, si no se hubiera encendido, la nave, probablemente, habría estallado.

  Rápidamente comenzaron las medidas de urgencia y la primera fue salir de la hipervelocidad. Viajar a esas condiciones y en el estado actual del navío, era de altísimo riesgo. Este logró soportar la desaceleración y se continuó con el relevamiento de los daños para obtener así, una idea de su estado general. El resultado final no era muy esperanzador; existían roturas estructurales y las comunicaciones y orientación estaban detenidos por completo. Varios sistemas habían sido pasados a modo manual y secciones enteras debieron ser aisladas para evitar fugas de aire o la generalización de incendios locales. Como positivo, las reservas de combustible y alimentos no habían sufrido consecuencias y la cantidad de oxígeno sería suficiente si los equipos de reciclado soportaban trabajar al máximo, llegado el momento. El capitán escuchó las conclusiones y se comenzó con la planificación de las tareas de recuperación.

  Las reparaciones tomarían varias semanas, se realizarían siguiendo un estricto orden de prioridades y en turnos rotativos para reducir el cansancio físico. Finalizada la reunión informativa, las jaulas que contenían herramientas y repuestos fueron abiertas. 

  Las tareas avanzaban a buen ritmo; los obstáculos eran subsanados dentro de las posibilidades y de seguir así, el carguero estaría en condiciones de soportar la mayor parte del resto del viaje a hipervelocidad, necesaria para asegurar la supervivencia de la tripulación. Lo que no tenía solución era el reencendido del sistema de orientación mientras que había posibilidades con las comunicaciones. Lo primero generó un verdadero problema porque la nave continuó desplazándose después del impacto, sin una dirección establecida. Volver a encontrar el rumbo, sin puntos definidos en la inmensidad del espacio, era literalmente descabellado. Aunque el capitán y el segundo al mando intentaron mantener en secreto esto último, finalmente trascendió y la desazón invadió al resto del equipo. En un encuentro de emergencia, el panorama fue reconocido y se informó que se estaban probando con los antiguos métodos de orientación. Pero era un sector poco explorado de la galaxia y por ende, con pocas referencias. Se estableció que todos continuarían con las tareas asignadas y si fuera necesario, se debía incrementar la actividad física y el consumo de un ansiolítico si lo primero no alcanzaba. La intención era tratar de evitar el pánico, la angustia o cuadros de mayor intensidad.

  El capitán se encontraba en el comedor degustando de una taza de café. Contemplaba absorto las volutas del vapor de agua que de ésta se desprendían cuando de repente, se puso de pie y exclamó en voz alta: “¡El Adorador! “ Y salió a toda prisa hacia el sector de mandos de la nave, que contaba con un visor de generosas dimensiones. Quienes se encontraban con él, sobresaltados y con mucha intriga por sus palabras, decidieron acompañarlo.

  Los ojos del capitán recorrían la vastedad del cosmos cuando una sonrisa se dibujó en su rostro y dijo por lo bajo: “Gracias, viejos.” Apuntó con el índice derecho a un punto luminoso distante y expresó: “Hacía allí debemos dirigirnos, caballeros”. “¿Seguro, señor?”, manifestó con una mezcla de asombro y duda uno de los tripulantes. “Sí”, contestó el capitán. Y continuó con lo siguiente: “Antes que me pregunten acerca de cómo lo sé, les contaré algo de mi vida: tanto mi abuelo como mi padre fueron viajeros mercantes. De allí heredé el gusto por lo mismo, supongo. Ambos tenían dos aficciones distintas, aunque comunes en algún punto. El primero admiraba muchísimos las viejas culturas, sobre todo la egipcia y las mesopotámicas, ambas entusiastas por el cosmos. Tenía por costumbre contarme historias sobre sus logros, acompañado de imágenes presentes en los libros que coleccionaba (y que aún obran en mi poder, por cierto). Mi padre era apasionado por la astronomía y de niño, me enseñó a identificar constelaciones, entre otras cosas. Cuando lo acompañé siendo joven, en uno de sus viaje a un sector distante del cosmos, nos entretuvimos identificando constelaciones y comenzamos a crear otras. A una la llamamos el Adorador del Sol, en homenaje a una de las imágenes egipcias, donde los sacerdotes rinden pleitesía al astro. Nuestra estrella se ubica en el extremo del dedo mayor de la mano derecha del adorador y ahora, la estoy observando con gran nitidez.”

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