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El circo

“Dedicado a H.P. Lovecraft, que logró despertarme como pocos, diversas sensaciones con sus relatos”.

 Amigo lector: el presente texto puede incluir expresiones que afecten su sensibilidad.

La destartalada camioneta, que exhibe partes repuestas de diferentes marcas y modelos, promociona el espectáculo del circo recién arribado. El altoparlante emite una voz casi incomprensible, acompañada de una carcajada histérica e interrumpida a cada instante, por una música nada festiva. Los carteles transportados están casi borrados y con evidentes huellas de maltrato. El todo conforma una carta de presentación para nada atrayente.

Es una mañana más, con la rutina habitual del traslado de papeles entre distintas oficinas públicas. Al llegar a la esquina, doblar y esperando encontrar a unos pocos pasos la traslúcida puerta de acceso, me detengo para observar algo que realmente no encaja. Donde debería estar un edificio más, aunque no recuerdo sus detalles, está instalada una carpa circense. Desconcertado, decido acercarme y comienzo a mirar con más detalle su apariencia y todo lo que la rodea. La tela , evidentemente añosa, está muy descolorida y presenta parches de variadas formas y colores en casi toda su extensión. El grupo de vehículos que permiten el traslado de toda la estructura y que conforma además,  la residencia del personal, está disperso a su alrededor y son un verdadero cementerio de piezas desvencijadas. Absorto por el espectáculo y todavía sin entender cómo era posible que estuviera allí un circo, antes de retirarme, observo que hoy se realiza la primera y única función del día. Me alejo meditando sobre qué clase de persona, en su sano juicio, puede acercarse a presenciar un show allí.

 Media hora antes del comienzo y de manera inexplicable, entrada en mano, formo parte de  la larga fila para ingresar. Al hacerlo, me recibe un olor penetrante propio de hierba en descomposición y una sensación de elevada humedad, me obliga a cerrar el abrigo. Cuesta avanzar sin tropiezos debido a la muy escasa luz presente y a un suelo que parece tener poca consistencia. Decido, como muchos, usar la iluminación del celular para conducirme. Al encenderla y enfocar a las sillas, puedo observar manchas de óxido por doquier y acumulación de musgo en las patas. Cuando todas las ubicaciones se completaron, un haz amarillento iluminó hacia uno de los pasillos. Comenzó a seguir a un anunciador de rasgos indefinidos que se desplazaba entre los asistentes y que hablaba de manera incomprensible. Se detuvo un momento en proximidades y pude distinguir las ropas raídas, al tiempo que me envolvía su aliento fétido.

 El espectáculo es en realidad una combinación de pesadilla con alucinaciones extremas. Abominaciones de todo tipo emergen por doquier, haciendo representaciones grotescas. Cada escena es acompañada por emanaciones nauseabundas diferentes. La música es por momentos estridente, en otros siniestra y siempre disonante. Asistentes de rasgos cadavéricos se desplazan de aquí para allá, armando y desarmando, llevando y trayendo cosas. De una jaula depositada en medio de la pista, simula escapar algo así como un híbrido entre polilla gigantesca y murciélago, que sobrevuela y por momentos, roza al público. Puedo distinguir a gente llorando, con los ojos cerrados e incluso, haciendo arcadas o directamente vomitando. Intento retirarme y no puedo mover los pies. Enciendo nuevamente el celular y al iluminarlos, compruebo que están enterrados en el fango. Cuando todo parece concluir, se ilumina de gran manera el círculo central y emergen de la tierra dos gigantescos tentáculos. Se abre el telón de fondo y sale volante el fenómeno anterior, que se abalanza sobre un espectador, al que termina destrozando. Los tentáculos, que no han parado de retorcerse, toman a otro de su silla y ya en el aire, lo mutilan sin piedad. Concluida la carnicería, se abren los tramos de lona que cierran las salidas y comienza el retiro en el más absoluto silencio. Una nueva pestilencia acompaña al trayecto. Tiene su origen en la importante cantidad de orina y materia fecal liberada por los espectadores.

 Después de tres días consecutivos de asistir a la reiterada aberración, siento que mi cordura pende de un hilo, sobre todo, por la experiencia de la última noche. Cuando llegó el momento de los tentáculos, observé con horror que se dirigían hacia donde me encontraba. A último momento y con un esfuerzo titánico, cerré los ojos. Pude sentir la piel gelatinosa humedecer mi mano, cuando la extremidad tomaba a quién se encontraba a mi lado. Lo que me altera definitivamente es la imposibilidad de no asistir y el no poder exponer a nadie, lo que allí se vive.

 Al cuarto día por la mañana, casi intoxicado por el volumen de pastillas consumidas para intentar relajarme, llego nuevamente a la esquina y al doblar, me frena la visión. Un edificio ocupa el lugar donde se instalara el circo. De éste y todo lo que lo acompaña, no hay rastros. Una puerta próxima se abre y por ella emerge la persona que vi siendo descuartizada unas horas antes. Pasa caminando a mi lado, ignorándome por completo.

 Han pasado casi dos años del extraño suceso. Nunca encontré noticia o comentario al respecto y sigo sin saber muy bien qué pensar. En mi ignorancia, terminé considerando que todo fue un cuadro de múltiples alucinaciones desencadenado por causas indefinidas. No consumía ningún tipo de medicación, alcohol o drogas ilegales, previo ni durante el acontecimiento.

 La conmoción vivida terminó de alguna manera, acelerando la decisión preexistente de alejarme un tiempo. Ser parco en materia de gastos me ha permitido acumular ahorros y los voy a invertir en unas bien largas vacaciones.

 Estoy, desde hace unos días, instalado en un remoto pueblito de montaña al que frecuentaba cuando niño. Me dirijo parsimoniosamente caminando hacia la vivienda alquilada, al fondo de una calle sin salida. Llegando a la esquina, dobla y pasa a mi lado, una camioneta en estado ruinoso. Desde el vehículo, el anunciador devenido en conductor, me esgrime una patética sonrisa y momentos después, se puede oír por el parlante, en su casi intraducible jeringoza, el anuncio de la primera función del recién arribado circo.

 

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