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El duende - VIII 

Siendo un nada tierno duendecillo, Tomillo había descubierto una nueva forma de experimentar placer gracias a su inseparable compinche de juergas, el desbocado Quintral. Éste le había mostrado una honda, le explicó cómo emplearla y desde allí, pasaban tardes enteras tirando piedrazos a los cuatro vientos. Ambas madres no paraban de acumular rabietas y disgustos dado que el destino final de los proyectiles incluía entre otros, duendes, vidrios, más duendes y nuevos vidrios. Tomillo, como era de esperar, hacia caso omiso todas las advertencias y retos que recibía al respecto. Una tarde, en pleno frenesí y casi a contraluz, percibió algo que volaba y sin dudarlo, disparó. Grande fue su sorpresa cuando un instante después, un desgarrador ¡ayyyyy! acompañó a la víctima durante su caída. Al acercarse, pudo constatar que se trataba de algo no conocido. El pequeño ser lloraba desconsoladamente. La combinación de un ala rota y la caída como consecuencia de ello tenía que ser, a todas luces, dolorosa. Con cuidado, lo tomó entre sus manos, y entre sollozos, lo trasladó corriendo a la presencia de su madre, la sempiterna Carqueja.

 La curandera examinó con detenimiento a la diminuta paciente y confirmó el ala fracturada por el impacto del proyectil y magullones varios, producto de la caída. Ésta última quizás, no fue tan violenta debido al empleo del ala sana, que redujo considerablemente la velocidad al momento del impacto. Mientras realizaba la cura pertinente, algunos curiosos, alertados por el escándalo del revoltoso, se acercaron a observar. Todos terminaron coincidiendo en lo siguiente: la blancura extrema de la piel, los cabellos dorados y unos ojos azul profundo, evidenciaban que la naturaleza se había ensañado con la víctima y la había castigado con una fealdad de proporciones. Carqueja nunca había visto a su vástago tan acongojado. De inmediato pasó de la intención de un nuevo reto y de dimensiones solemnes, a emplear palabras de consuelo, acompañadas de muestras de maternal cariño. Tomillo, entre mocos y lágrimas, confesó que esa sería la última vez que arrojaría piedrazos contra un ser vivo. No advirtió que excluía a las macetas, adornos suspendidos y ciertas prendas secándose al sol como gorros o guantes.

 La víctima estaba instalada en una habitación de la casa de Carqueja, con un ala inmovilizada y en su cuerpecillo, cataplasmas y paños húmedos distribuidos por doquier. Apenas pudo, pronunció una serie de breves frases que terminaron llamando la atención pues resultaron ininteligibles. Al principio, la sanadora supuso que la incongruencia se debía a leves desvaríos producto del golpe, pero luego concluyó que hablaba en un idioma que no comprendía. Consultada la situación al resto de los paisanos, se decidió convocar al erudito de la colonia.

 Repollo es un duende añoso, muy leído y al que se atribuye un estatus de ilustrado. La enorme barba blanca, voz grave y lentes permanentemente instalados en el borde de su pronunciada nariz, colaboran con la posición. Con movimientos parsimoniosos, se acercó a la paciente, le realizó una serie de preguntas y después de oír lo que parecían ser sus respuestas, se retiró hacia el grupo de curiosos y afines, que esperaban una conclusión. Realizó, próximo a ellos, una serie de pequeños círculos con su andar de pies casi arrastrados, brazos en cruz por la espalda y la vista perdida en algún punto. Momentos después, concluida la marcha, ejecutó un suave carraspeo para emprolijar la voz y eligiendo cuidadosamente sus palabras, pronunció lo siguiente: “Después de escuchar con atención y analizar minuciosamente todo lo expresado por la pequeña, puedo afirmar con total precisión que se trata de un ser ajeno a estas latitudes”. Inmediatamente, sonidos comparables a los que podrían haber emitido un coro de ángeles abucheadores, se hicieron escuchar a buen volumen. El adolescente y locuaz Enebro, evidentemente encolerizado como el resto, manifestó a viva voz: “Tanto show para terminar oyendo lo obvio” y continuó con: “Este pseudoerudito es un soberano mmmm….”,  mientras una mano de su padre le cubría boca y al mismo tiempo, lo fulminaba con la mirada.

 Con las últimas horas de luz, tres seres alados y de mayor tamaño, se hicieron presentes en la aldea. Uno de ellos, con palabras trabajosas, preguntó por la pequeña. Carqueja abordó la situación, explicó lo ocurrido e hizo pasar a su casa a quién se identificó como la madre de la herida. Momentos después y con lágrimas en sus ojos, agradeció por la ayuda brindada a su pequeña, a la que consideraba perdida y buscaba desesperadamente. Tomillo, con el rostro inundado por el llanto, pidió disculpas, que fueron honestamente aceptadas.

 El primer contacto entre duendes autóctonos y hadas foráneas se había producido.

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