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El duende - VI

     Pocas cosas exasperan tanto a Tomillo como el tema de la introducción de especies exóticas, sean animales o vegetales, en ningún lugar y en especial, en su amado bosque. No existe ninguna razón que justifique semejante atropello, según él. Algunas, al no contar con mecanismos naturales de control, se comportan como verdaderos depredadores en la competencia por los espacios y recursos. Sectores de suelo liberados por incendios, por ejemplo, han sido colonizados a gran velocidad por las especies foráneas y así las autóctonas ceden y ceden sin cesar. Han logrado una propagación tal que incluso, llegan a ser citados como locales. Esto último lo pudo comprobar observando un folleto informativo sobre el lugar desechado por un turista. Encima, una de estas plagas forma verdaderas marañas de tallos curvos provistos de espinas ganchosas que prácticamente impiden el paso hasta del aire. En una ocasión, sufrió la rotura de una manga y heridas leves, aunque ardientes en un brazo, al pasar demasiado cerca de una de ellas, en un intento desesperado de ocultarse de un humano. “¡Una verdadera aberración el haberla traído!”, resopla desconsolado.

    Otra, implantada supuestamente con fines ornamentales, no es para nada espectacular y palidece frente a autóctonas de mayor garbo. Quizás, lo más desesperante es el volteo de ejemplares naturales y su posterior reemplazo por foráneos, sin otra razón que la económica que lo justifique.

    Con respecto a los animales, pasa algo bastante similar. Nada pueden hacer las especies propias frente a individuos de mayor porte, casi sin depredadores o que transmiten enfermedades contra las cuales están desprotegidos. En una ocasión, mientras descansaba plácidamente en unas de las escasas playas de arena volcánica de un lago que parecía espejado, se hizo presente un macho de ciervo colorado que se dispuso a beber, ignorándolo por completo. Quedó anonadado por su tamaño y la impresionante cornamenta. El compacto huemul tiene perdida la batalla frente a tanta desigualdad. Ni que hablar del diminuto pudú-pudú, cuya cría no excede en tamaño al de un duende que aún transita la infancia. No les queda más que replegarse y resignar lo mejor del hábitat. Con la liebre europea no tiene una mejor relación. En una oportunidad, aprovechando la tranquilidad del entorno, abrió ventanas y puso en una de ellas, macetas con ejemplares de lechuga que esperaba saborear en breve. Mientras realizaba quehaceres hogareños, un leve sonido llamó su atención y al volverse, observó como una orejuda delincuente daba cuentas de casi toda su producción. Una taza surcó el espacio aéreo de la habitación, atravesó la abertura e impactó contra una emergente raíz. El saldo fue una liebre satisfecha, un cacharro destruido y un enojo fenomenal.

    Fue durante la última de las habituales tertulias entre duendes amigos, cuando entre bebida y bebida, Tomillo expresó su malestar al respecto. Inmediatamente se puso en evidencia el alto nivel de coincidencia sobre esto. Desde allí comenzó a propagarse y unos días después, estaba la colonia reunida en el gran espacio subterráneo e intentando tratar el tema. El nivel de bulla era escandaloso y era evidente que así no se iba a llegar a nada. Centeno, que rara vez hace oír su voz en estos mitines, pegó un par de gritos y se logró el necesario silencio casi de manera instantánea. Fue la única intervención de Centeno durante el encuentro.

    La palabra circuló de manera más o menos ordenada y se llegó a la conclusión que algo debía hacerse. Se acordaron dos líneas de acción. Una de ellas era combatir los hierbajos (así bautizados de aquí en más) despreciables de manera mecánica y la restante, por la vía química. Carqueja y su socio de baja estatura llamado Zarcillo (sí, finalmente había revelado su nombre) se abocarían a investigar sobre sustancias naturales o su combinación para que actúen como herbicidas selectivos. El resto, mientras tanto, se abocaría a la primera opción mediante picos, palas y maldiciones. Con respecto a los animalejos (no podían no recibir un apodo), poco se podía hacer con los de gran tamaño. Con respecto a las libres, si seguían realizando destrozos como el sufrido por Tomillo, se indicó como era posible cazarlas y se pusieron a disposición variadas recetas de cocina. Antes de finalizar, se escuchó decir que lo que se pretendía hacer representaría un esfuerzo colectivo sin grandes consecuencias. Tomillo tomó la palabra y respondió parafraseando a una muy sabia mujer que alguna vez dijo: “Puede que mi esfuerzo represente una gota en el océano. Pero gracias al esfuerzo, a ese océano le va a faltar una gota”. Se produjo un instante de silencio general y momentos después, fue quebrado con un estallido de aplausos y pulgares en alto, en forma de aprobación.

    Tomillo, pidiendo nuevamente silencio y una vez conseguido, exclamó: “Gente, ¿qué estamos esperando? Manos a la obra”.

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