Frutos rojos
El joven pastor de llamas fue el primero en divisar los extraños frutos rojos. Se encontraba trasladando una pequeña manada por una zona poco habitual del altiplano. Es muy probable que, de no ser por esos frutos de tamaño medio y color llamativo, los arbustos que los producen seguirían pasando desapercibidos. Dejó a los animales al cuidado del perro que lo acompañaba y se acercó para apreciar mejor el raro descubrimiento. La plantación estaba distribuida en una extensión comparable a medio campo de fútbol. Llamaba la atención que solo la integraban arbustos desconocidos de baja estatura y casi idénticos, cubiertos de pequeñas hojas y que nada crecía entre ellos. El promedio de frutos era de tres por individuo. Los gigantescos cardones, muy abundantes por allí, ofrecían un generoso reparo y favorecían el ocultamiento de tan singular fenómeno.
Mientras contemplaba el panorama, un recuerdo se hizo presente. Siendo niño, su abuelo manifestó en más de una ocasión un suceso que revolucionó por un tiempo, la paz lugareña. En una oportunidad, la región se vio sacudida por el impacto de un objeto celestial. Cuando los locales buscaron el lugar del choque, solo encontraron un hoyo de dimensiones generosas y nada más que llamara la atención. Al día siguiente, se produjo el arribo de varios vehículos, algunos con inscripciones raras y otros pertenecientes a las fuerzas del orden local. Inmediatamente, los recién llegados se trasladaron al lugar de lo acontecido y allí permanecieron un tiempo. Al concluir su labor, un señor que formaba parte de los extraños visitantes, vestido con un traje que parecía de goma y provisto de un gran sombrero, se acercó a explicar a los pocos lugareños lo ocurrido. La colisión la había ocasionado un fragmento minúsculo desprendido de un cometa que pasó cerca de la Tierra. Se hicieron todas las investigaciones posibles y se encontró que no había nada que temer. El grupo se retiró y no se lo volvió a ver. Aunque el pastor nunca supo con certeza donde había acontecido todo, supuso que bien podría haber sido aquí.
El lugar era tranquilo, no contaba con abundante vegetación y el riesgo de sobrepastoreo era evidente. Era de tránsito y quedaba bastante más cerca que donde habitualmente eran conducidas las llamas para alimentarse. El pastor decidió traer a los animales periódicamente y poder así observar el curioso fenómeno. Aunque el tiempo transcurría, los frutos rojos permanecían sin variaciones en los vegetales. Una tarde, mientras tocaba con sus ojos entrecerrados la quena, una de las llamas se desplazó hacia la extraña plantación y comenzó a devorar uno de los arbustos, incluidos los dos frutos que poseía. Alarmado, la espantó y se dedicó a observar su evolución. El animal no dio muestras de sufrir algún tipo de complicaciones. A la visita siguiente, el arbusto prácticamente devorado estaba intacto, incluidos los dos frutos rojos. La tentación pudo más y probó uno de ellos.
Pasaron los días y un zumbido comenzó a sentirse en la cabeza del pastor. No era molesto en cuanto a la intensidad, aunque si constante. Volvió a trasladarse con los animales hacia el extraño jardín. Estaba sentado sobre una piedra, contemplando la omnipresencia de las altas cumbres cuando una especie de grito sonó en su interior: “Cuidado, se acerca un puma”. Sobresaltado, comenzó a mirar en todas las direcciones y observó al enorme gato descendiendo una pequeña cuesta. Lanzó un agudo silbido y las llamas rápidamente se agruparon; el perro se acercó a la manada y comenzó a ladrar desaforadamente. El joven cargó su honda y lanzó un piedrazo que impactó en las cercanías del felino. El segundo dio de lleno en su cuerpo y lanzando un sonoro rugido, huyó espantado. “Buena puntería”, volvió a sonar en su cabeza esta vez, aunque ahora en un tono más amigable. El pastor estaba, decididamente, más asustado con esa voz que de la visión del puma.
“¿Quién me está hablando?”, pensó.
“Yo, la llama que se encuentra a tu derecha”, resonó como respuesta.
“Eres la que consumió el fruto rojo”, afirmó el pastor.
“Igual que tú”, respondió el animal.
El joven razonó un momento y se alejó a cierta distancia de los arbustos. Nuevamente el zumbido se hizo presente. Lanzó un par de preguntas al peludo compañero de conversación y solo obtuvo ruido como respuesta. Se acercó seguidamente a los arbustos y mantuvo el diálogo sin inconvenientes. Sin pensarlo dos veces, comenzó a dirigir el resto de la manada hacia los frutos rojos.
Estaba totalmente decidido a no querer seguir hablándole a la soledad.
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