El faro
En mi lecho de muerte, no dejo de recordar el secreto que supe mantener durante tanto tiempo. Saber de su existencia le ha quitado angustia a este momento de dolor e incertidumbre.
La mañana se presenta ligeramente tormentosa en la villa de pescadores ubicada en la bahía que se conecta al vasto océano Atlántico. La reducida cantidad de viviendas linda en su mayoría con la playa. Allí descansan las embarcaciones, durante las pronunciadas bajantes. Un sendero conduce entre los médanos hasta el promontorio donde se halla edificado desde hace décadas el faro. Luis, apodado Lucho o el Viejo por los lugareños, es el farero encargado de su mantenimiento, encendido y apagado. Se trata de un personaje de pasado desconocido, de mirada jovial y que porta incondicionalmente un gorro de lana negro, más allá de las indicaciones del termómetro.
Había llegado hacía unos días a visitar a mis padres, aprovechando el receso estudiantil. La novedad local era la pronta partida Lucho quién se jubilaba y su posterior reemplazo probablemente por el último farero. La especulación tiene su fundamento que en faros vecinos se están instalando equipos que automatizan la tarea y esto no exige una permanencia humana continua.
El día de la partida se hizo realidad. A modo de despedida, la noche anterior se realizó una comilona a la que asistieron todos los parroquianos y obviamente, Luis. Los mariscos y la buena bebida abundaron al igual que la música, cantos y bailes. Después de saludar al viejo con un fuerte abrazo y un par de lágrimas, éste ascendió al colectivo, desplegó su eterna sonrisa como agradecimiento y nos dejó.
Momentos después inicié una carrera que me condujo por un paisaje que conocía muy bien. Cuando retornaba entre los médanos, dejando atrás el sector de la playa, observé una figura que se desplaza caminando hacia la villa y de inmediato lo reconocí pues era Lucho. Detuve la marcha y cuando le iba a dar un silbido ocurrió lo inesperado. Mientras seguía moviéndose, la figura del viejo se iluminó, me pareció distinguir en el fulgor un ser alado y cuando la iluminación cesó, una persona joven con atuendos y el morral de pertenencias también cambiados, continuaba con su marcha. Impactado, no podía moverme.
El hombre se detuvo, me observó y se acercó diciéndome: “Hola, soy Carlos, el nuevo farero”, y me ofrecía su mano a modo de saludo.
Yo seguía sin poder moverme.
“¿Eres un ángel?”, alcancé a balbucear.
“Nos llaman de varias formas y esa es una”, respondió sonriendo mientras me señalaba su mano con la mirada.
“¿No vas a atacarme?”, dije con voz temerosa.
“No veo la razón para hacerlo”, dijo y volvió a señalarme su mano. Se la estreché y una sensación de paz que nunca antes había experimentado, recorrió mi cuerpo.
“Voy a resumir todas tus inquietudes en la siguiente respuesta:”, dijo Carlos. “Habrás notado a lo largo del tiempo que, en determinados momentos de la noche, la luz del faro deja de apuntar hacia el horizonte y durante breves instantes se dirige hacia el llamado cielo. Cuando observo que un alma no encuentra su camino, me encargo de orientarla con el haz de luz y así dejan de vagar errantes.”
Después de oír la confesión le pregunté si me iba a borrar la memoria. Soltó una carcajada y me dijo que no sabría cómo. Debo guardar todo como un secreto entonces, reflexioné en voz alta. Tú decides, me contestó, mientras caminábamos hacia la playa.
La añosa cúpula y el sistema óptico del faro parecían observarnos en el recorrido. Mientras, esperaba a quien se encargaría de volver a operarlo.
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